viernes, 8 de octubre de 2010

La visita

El enfermero lo observó por la ventanilla. Guzmán le devolvía cada tanto una mirada fugaz y seguía caminando por aquella habitación de paredes acolchadas. Estaba muy enojado: no le dejaban tomar su preciado cafecito. Un simple café. Le resultaba inconcebible que algo por demás tan mínimo, tan elemental, le fuera negado. Es que entre ellos se guardaba un secreto incompartible y no encontraba la forma de sincerarse. Porque contar su verdad le daba miedo. Si alguien llega a enterarse de lo que hago ya me hubieran castigado y cómo… No puedo explicarles, no lo entenderían. Considerarían inapropiada mi conducta y de seguro se lo dirían a mamá. Justo a ella. No, cualquier intento de confesarlo, sería mi condena.

Y cómo lo extrañaba: el deseado «amarguito» era su único momento de intimidad; el café, y todo eso otro que lo acompañaba. No, sabía que debía callárselo. Bien que lo sabía.

Cada tanto, la suerte le llegaba y su guardián amigo le traía un café a escondidas. Bien humeante. Entonces Guzmán revivía… cómo revivía… De ahí su insistencia. Nada de lo que sucediera allí podía ser mejor que gozar esos escasos momentos.

Decían que la cafeína le irritaba las neuronas, que las suyas eran diferentes a las comunes y corrientes y que no convenía. Eso me quieren meter en la cabeza ellos, los hijos de puta de los médicos. ¡Y me quieren convencer con un «descafeinado»! No me van a agarrar de nabo. Ese no me sirve, no me hace el mismo efecto. Si supieran que es al revés… Qué idiotas.

Mil veces le imploró al enfermero que le mandara un «instantáneo» —uno solito, dale…no seas malo…—pero no había forma de convencerlo. Hacía meses que se lo venía negando.

La ronda de trabajo por las habitaciones era larga y a veces tediosa. Por eso, aquel día el enfermero se quedó un rato más frente a esa puerta: le divertían los movimientos de Guzmán. Daba vueltas en redondo con los brazos en alto mientras gritaba incongruencias que cada tanto mechaba con un «¡Saaale un café para dos!». Le resultaba entre gracioso y tierno verlo girar en redondo, mirando al techo en son de plegarias curiosas. Su locura no le quita lo que lleva de bandido. Le avisó que ese día no iba a tener suerte y que mejor se pidiera un té de tilo. Que se calmara. El otro seguía en su mundo y lo miraba de costado, haciéndose el tonto a ver si en una de esas lo convencía. El enfermero lo saludó apoyando una mano contra la reja, le regaló una sonrisa compasiva y siguió su ronda por el resto de las habitaciones.

A las tres era la hora de visita. Guzmán estaba pronto, muy prolijo, con su camisa roja de los domingos recién planchada, sentado en la mesa del salón principal. Nervioso, movía sus piernas como intentando un ritmo de zapateo, pegando fuerte contra el piso. Palmeaba a la vez sobre la mesa con ambas manos como si fuera un tambor. Fingiéndose distraído, sonreía hacia la puerta por la que se veía entrar la visita dominguera. Cuanta más gente entraba, más tamborileaba. Era como si alevosamente buscara llamar la atención de los que iban apareciendo. Cuando pegaba en la mesa, lo hacía como músico absorto en su inventiva y cada tanto husmeaba a ver si alguien lo estaba observando. No perdía oportunidad: si alguien se acercaba y lo saludaba, él hacía la pregunta de siempre: —¿No tenés un instantáneo para mí?... ¿Un cafecito para este buen hombre?

Ya era bien conocido por todos: le devolvían el saludo con la simpatía y comprensión de siempre, pero seguían buscando a sus parientes por el salón.

La madre llegó ese día un poco tarde. Lo vio sentadito esperando y se enterneció. Como si fuera su chiquito de siempre y no tuviera sobre sí cuarenta y cinco años. En cuanto la vio parada en la puerta, Guzmán se puso tieso al instante y dejó de palmear. Su rostro se transformó mientras se levantaba rápido en dirección contraria. Apoyó su frente contra el ventanal y allí quedó estancado, de espaldas. La madre se le acercó, cauta, y le dio un beso, pero él la ignoró.

—Vení, sentate aquí conmigo, Guz —le dijo ella, acariciándole suavemente la mejilla.

Guzmán, inmóvil, no emitió sonido. Volvió su vista al costado y se encontró con la mirada de Emilio, su mejor amigo allí dentro. Cara a cara, le hizo un gesto de irritación moviendo la cabeza despacito y al disimulo, mientras señalaba la presencia de su madre detrás suyo. Ella ya estaba sentada y había desplegado un mantelito con jugo y bizcochos para la merienda; con esa reconocible paciencia de las veces anteriores, lo esperaba.

El enfermero lo había visto todo. Se acercó a la ventana y le habló a Guzmán al oído. «Qué trabajo de manosanta…», pensó la madre. Sumiso y correcto, como un niño obediente, el paciente aceptó sin protestas ser llevado a la mesa y ahí quedó, sentado frente a la mujer. No la miró nunca. Estaba como prendado del cuadriculado del mantel, mientras comenzaba a contar cuadrado por cuadrado: uno, dos, tres…Enseguida tomó una magdalena y se la embuchó, masticando con la boca abierta, tragándola luego lo más rápido que pudo. Un sorbo del jugo de naranja, a levantarse y de nuevo junto al ventanal. «Manosanta» fue hacia él y lo sentó nuevamente frente a su madre.

—Vamos, vamos, Guzmán, mirá qué cosas ricas trajo tu madre… ¡apurate porque me las como yo, eh! ¿Somos amigos o no?

Cuando el cuadriculado del mantel ya lo llevaba por el número treinta, Guzmán todavía no había logrado levantar la cabeza para mirar a su madre. En sus gestos se notaba una fuerte impaciencia. Aún faltaban algunos minutos para que terminara la visita, cuando no aguantó más: se levantó de golpe y corrió rápido hacia la puerta. Escapó por el corredor, ansioso, apurado por llegar a su habitación.

—Ya lo conoce, Marta. Creo que esta vez va a ser mejor dejarlo tranquilo. No ha tenido una buena semana —dijo el enfermero, haciendo una seña de impotencia con las manos.

—Lo imaginé— suspiró la madre.


Envolvió la comida, cerró el pico de la botella de jugo y le dijo:

—Tomá, ¿se lo llevás a su cuarto después? Y decile que lo quiero mucho.

—Sí, sí, claro, quédese tranquila. Ya hablaré después con él.

Afuera, la madre se secó alguna lágrima; caminó lento hacia el auto, pensando qué estrategia usaría para la próxima vez. Hablaría primero con el médico tratante, pero ya sin demasiadas ilusiones.

Guzmán sin embargo se veía radiante. Y no tenía la menor preocupación. Estaba por llegar su tan añorado café; muy sentado en su pieza, lo esperaba sonriente.

Y «Manosanta» cumplió. Esa noche, al terminar su turno, le llevó a escondidas el deseado pocillo. Guzmán, feliz, tomó el café y le dio las gracias con un fuerte apretón en el hombro. Esperó cauteloso a escuchar el sonido que hacía la cerradura desde afuera al trancarse. Se quedó tranquilo. De seguro, su amigo ya se habría ido a controlar los otros cuartos. Nadie lo espiaba. En estas noches en particular, los barrotes son invisibles. Guzmán caminó hacia la ventana y la abrió; sacó su cabeza mirando inquieto entre los arbustos.

Ahí estás.

Sonrió al verla y agitó el brazo, llamándola. El corazón le latía fuerte.

Dale, Julia, apurate, entrá ahora que no hay nadie. Vení de una vez, mi amor, dame la mano y trepate rápido que tenemos poco tiempo. ¡Cómo te extrañaba, te adoro! Estoy mal si no te veo, sin abrazarte, sin tocarte… ¿Querés tomarte un cafecito bien caliente? Dejame que te lo preparo en un segundo y enseguida te como esa boca de un mordisco. ¿Me esperás, podrás aguantarte? Yo no sé si puedo: ¡estás tan linda!…

Tomó un vasito de plástico de la mesa de luz, echó cuidadosamente la mitad del café en él y lo presentó frente a su pocillo. Julia, probalo, está buenísimo. Vení, mi amor, acercate más.

Del otro lado de la puerta, «Manosanta», que volvía del final de la ronda, le echó el último vistazo a su amigo cafetero: estaba sentado en la cama, desnudo, con los ojos cerrados y una sonrisa celestial. Con lágrimas en los ojos que empezaron a caer, el enfermero vio a Guzmán levantarse e ir al centro de la pieza, bailando contento, y luego pasar del baile a la mesita, de la mesita al baile. Y más lloró todavía, cuando, entre sus idas y vueltas, lo veía beber un poco del vaso de plástico y otro poco del pocillo…

A esas alturas, el café ya se le había enfriado hace rato.

lunes, 26 de julio de 2010

Sueño y realidad

Una niña duerme y sueña que crece. Se suma así, al mundo  adulto, fascinada. Ese que tanto añoró observando a los mayores ir y venir a gusto y gana, tomando sus propias decisiones. La convirtieron en mujer: se siente libre.
Hoy, pide un receso para volver a soñar. Se duerme y es pequeña de nuevo. Vuela, canta, corre a su casa y juega y baila con sus amigos invisibles. Aquellos que la acompañaron a la hora de imaginar. Existen: en el sueño.
Despierta y vuelve a la supuesta realidad: esa inventada por nosotros, quienes creemos ser adultos. Lo somos, ¿no?...me pregunto mientras asumo mis responsabilidades con pereza.
Una sonrisa pícara me envuelve: soy aquella niña adulta, que entre sus tareas cotidianas intenta seguir jugando.
Y lo hace, sola, cantando. A veces. Otras, llora, sin saber porqué.

No le importa, ríe de nuevo y sigue.

sábado, 24 de julio de 2010

Rutina caliente

EL frío polar me lleva a prender la estufa a leña cuanto antes. Arrugo hojas de papel de diario, que voy cortando en pedazos desiguales y de forma desordenada. Veo molesta, cómo mis manos se van tiñendo de tinta negra, y mis uñas se pintan de un gris acerado. Una bola más apretada, otras más abiertas, van formando una torrecita endeble en el centro del fogón. Elijo unos palos finos, aquellos más resecos y sensibles a mi intención, y voy tapando con placer la blandura del papel fruncido. Formo una pirámide de madera que con cuidado procuro equilibrar para que no caiga insolente y me obligue a rehacer. Una vez convencida de mi obra y que el chasquido de un fósforo la hará estallar, procedo. Apuro a que la llamita cerosa del fósforo llegue cuanto antes a una puntita de papel que regalona sobresale de la torre. Invita generosa a que sea por ahí el desenlace. Comienza a verse un borde rojizo curvo que enseguida explota en llamita amarilla, hasta que toma por completo al resto de papel y ramas, coloreando de luz naranja el recoveco de ladrillos. Me apuro a tomar dos gruesos troncos y los deposito en cruz sobre la fogata triunfal, para que aprovechen de la primer pasión del fuego. Se unen fácilmente al viaje sin retorno. La unión sagrada de los leños pesados al resto y el “cric- crac” acogedor en mis oídos, me confirma el éxito. Todo es llama y brasa, me transporta a imaginar las noticias impresas del día anterior hechas humo, desapareciendo por el hueco de la chimenea, saludando al viento, despidiéndose.

jueves, 1 de julio de 2010

Tiró al blanco Pollock




















Me pregunto el porqué de los ¿porqué?
Y...porque sí, porque  las cosas no son de determinada manera de pura casualidad. Lo racional pega contra lo subjetivo, le dispara con un cañón, la bala pesada y pensada, bien dirigida, da en el blanco y destroza emociones, dejándolas por ahí tiradas por mil lados, sangrando. Hasta en los lugares más inverosímiles quedan esquirlas incrustadas Duele al quitarlas, a veces es mejor hacerlo uno mismo,  así al dolor lo vamos monitoreando.
Las juntamos en pedacitos para intentar pegarlas con algún elemento de ocasión que tengamos en el hogar.
A veces encontramos un elemento que une perfectamente las minúsculas piezas y no se notan las rajaduras, y otras, tenemos que hacer un "engrudo" casero con harina y agua: allí  se ven entonces, ciertas imperfecciones, es humano después de todo.
Pero no casual. La intención siempre nos acompaña.
No conviene olvidarlo, forjamos un camino que elegimos. - y si es al azar -, igualmente seremos responsables de sus consecuencias, de qué hacemos con lo que nos sucede frente a lo imprevisto.
¿Vamos a dejar que alguien nos dirija, nos diga que tenemos un destino prefijado, o le vamos a buscar la vuelta a los aconteceres para ser dueños de nosotros mismos?
Prefiero lo segundo, sin duda alguna.
El intento de pegar los pedacitos lo tenemos que hacer. ¿Porqué? Porque sí. Punto.

Hay quienes no, - cada cual trabaja los restos de sentimiento y pólvora a su manera -, y es comprensible, es difícil unir las piezas de forma prolija, con esmero y devoción, hasta lograr la armonía esperada con cada uno de los adminículos invisibles que poseemos.
Hay que tener el deseo de hacerlo, buena manualidad y voluntad por sobre todo.
Yo intento tener en casa un buen "Poxipol", pues además, la mayoría de las balas que se disparan salen de mis propias inseguridades, de mis miedos, del legado de mi infancia, de mí , y de nadie más.
Así que a pegar y dejarme de jo...
Y a pintar...que es casi mejor que andar pegando pedacitos de almas rotas.

Jackson Pollock, qué mejor que una pintura de este genio explosivo de su "Action Painting" para honrar a la creatividad que parte de los sentimientos y las emociones.
Vivió con  profundidad su amor por el arte y su porqué nunca fue difuso. No fue casual una sola gota de pintura sobre sus telas y lienzos...no había accidentes, cada rastro de pintura y color tenía un sentido.

sábado, 26 de junio de 2010

El lugar



Si quieres venir donde hay luz para compartir, trae tu propia llama.
Si quieres venir muerto, quédate allí donde no moleste tu nada.
Yo no tengo lo que piensas, sólo aquello que comprende al silencio,
pues de eso está hecho lo que es de a dos.

Perdido está el que acompañado siente el vacío del abismo,
acompañado está el que en solitario siente la presencia de sí mismo.

Crece alrededor lo que quiero ver, lo otro no importa,
es lugar ocupado que resiste lo valedero.
Si lo que para mí vale, lo ves tú, ven con tu luz,
que juntos en los momentos en que un alma necesita de otra,
la sintonía será perfecta y trascenderá el encuentro.

Lo otro, lo sin ruido, lo hueco,
estallará ante tí y ante mí,
pues no resistirá lo artificiosamente humano.

jueves, 17 de junio de 2010

Los miedos

En clase de Guión nos hicieron reflexionar a través de un ejercicio e intentar escribir sobre nuestros miedos. Pasé un buen rato frente al monitor en blanco.
Lo primero que me venía a la mente: “no soy especialmente miedosa". Hasta que me pregunté dónde los tenía escondidos que no los podía encontrar. ¿Cómo no iba a tenerlos?
¿Me las traía de viva acaso?
Al racionalizarlo (vaya paradoja), me encontré con varios…

- Miedo a lo imprevisto, a lo que no pueda manejar, dominar. A aquello que como consecuencia azarosa, me obligue a tener que sacar fuerzas de donde sea para superarlo. Y acá iría una larga lista que da pereza escribir.

- Miedo frente a la duda, cuando no estoy segura de algo, me enojo conmigo misma, y la inseguridad me molesta: la traduzco a miedo.

- Miedo al quietismo, a la inercia, a la pérdida de interés por las cosas.

- Miedo a caer en banalidades, las cuales critico en los demás. A caer en alguna de ellas sin darme cuenta, empujada por la sociedad actual, que muchas veces la veo vacía, autómata, materialista.

- Miedo cuando me pregunto (al no ser creer en un Dios), qué hubo antes del Big Bang, al concepto de “infinito”. Miedo a NO poder racionalizar lo que es parte del misterio de la vida.

- Miedo de perder la seguridad en mí misma, el “poder” de control.

- Al paso del tiempo y no lograr acomodarme a ello, cuando veo al final de mi vida a mi madre, enojada con la vejez, no asumiéndola…

- Miedo a lo efímero que es el presente. A lo rápido que vuela el tiempo. A cuando pienso en el pasado y por momentos me arrepiento de algo (y me enoja), entonces, me repito: “el pasado no existe”. Y es verdad, por lo que me da miedo cuando recaigo en ello, a pesar de saberlo un pensamiento estéril.

- A perder la capacidad de disfrute, de reír fuerte, de sorprenderme, de ser curiosa. El paso del tiempo apaga de a poco la espontaneidad. Nos vuelve a veces demasiado introspectivos.

- Miedo a no darle la justa medida a las cosas.

- A cuando me brotan ideas creativas en la pintura, y me proyecto que voy a hacer esto y/o aquello, y después me quedo paralizada, pasa el tiempo y sigo sin hacerlo…

- Miedo por ser tan orgullosa, y eso que me vanagloriaba de serlo...

- A caminar en la oscuridad de noche, por el centro de la ciudad donde salen figuras extrañas a deambular, con rostros desconocidos, sospechosos. Miro hacia atrás y camino lo más rápido que puedo a mi auto (banal, pero inevitable en estos tiempos).

jueves, 29 de abril de 2010

Reflejo

Caen las hojas sobre mí, es otoño.
EL espejo me refleja un cambio de estación.
-¿De ánimo?-, le pregunto.

-Sí-, contesta "Mr. Centelleo"con implacable ironía.

-¿Y qué? -le digo mientras me apronto y con toda la fuerza del mundo enfrento al dios de los vientos fríos.

-Todo pasa-, me susurra de algún lado una voz sabia y aventurera , -ya vendrán otras primaveras-.

Descubro entonces, de pura casualidad, que tengo amigos invisibles en sintonía conmigo.
-Adiós espejito, need you no more!

martes, 16 de marzo de 2010

El encargue

Hacía dos días que lidiaba con el halcón. Faltaba poco relleno para que el porte del animal lograse su aspecto definitivo. Una vez terminado con el cuerpo, abrió el frasco donde guardaba infinidad de ojos de vidrio tomando dos bolitas amarillas que con asertivo placer empujó hacia adentro de los espacios negros que aguardaban vacíos su repuesto. Cuando logró insertarlos en el lugar perfecto, respiró con franco ego ganador. Después de todo, era el mejor brujo del pueblo y no había duda que venía saliendo bien su preciada magia negra.Dejaría su bella obra embalzamada frente a la casa donde le habían hecho el "encargue". Quedaba poco tiempo para la medianoche y estaba retrasado. Salió apresurado en busca del destino fijado para su ofrenda. Sabía como llegar, el pueblo era chico y se conocían todos. Luego de veinte minutos llegó a la casa de Manuela Duarte. Deberás pensar mejor para otra vez eso de meterte con marido ajeno, pensó, mientras depositaba sigilosamente sobre el primer escalón el macabro regalito.Se despidió de su amigo de andanzas no sin antes pasar su mano por el suave lomo del bicho embalzamado ordenando las pocas plumas desprolijas que el viento había movido en el trayecto. Al mismo tiempo, balbuceaba unas palabras inentendibles para el mundo del bien. Miró hacia los costados, no vio a nadie, así que, tarea cumplida, ya podía regresar triunfante a su casa. Ni bien llegó, se tumbó en su catre y quedó profundamente dormido al instante, exhausto. La tarea le había llevado el día entero. De pronto se vio a sí mismo tumbado en la arena de un vasto desierto. De la nada aparecía planeando un veloz halcón, idéntico al que había matado el día anterior. Caía en picada yendo directo a su rostro picoteando y arrancando de un tirón sus ojos. Al mismo tiempo que intentaba levantarse y caminar para buscar resguardo, el ave rapaz volvía a acercársele, para seguir robando esta vez pedazos de su cuello y brazos. Lo despertó el alarido de su propia voz sintiendo su garganta seca y áspera. Se quedó un momento en la cama agradecido de que era un sueño. Le duró poco, no veía más que un manto negro a su alrededor. -No veo nada- gritó, -¿qué me pasa?- El agudo dolor de cabeza apenas le permitó levantarse mientras a tientas intentaba moverse agarrándose la cabeza que parecía tener cien cuchillos clavados. Chocó torpemente contra su mesa de trabajo, cayendo hacia adelante sobre los restos de plumas y material de relleno. Intrentó con sus manos incorporarse y se encontró con un bulto. Lo tanteó y parecía su bicho, su presa. Instintivamente fue a los ojos y sintió algo tibio que mojaba sus dedos. Cayó desmayado de la impresión.Manuela también era rápida, también sabía de embrujos y maldiciones. -Que te recontre- pensó para sí, y se durmió feliz, pensando en su amante, que la esperaría dichoso, pues era noche de lunes. Todos los martes de encontraban a las tres en el lugar de siempre. Un ángel, había observado el tristísimo suceso y lloraba desde el cielo. No podía estar en todas, era una más de esas situaciones en las que debía frustrarse. Sin embargo intentaría también volar en picada y caer cerca de ese pueblito en algún momento Tendría ahora una tarea pendiente más, una de las tantas de su lista.