jueves, 12 de noviembre de 2009

La traición

Kaíta y su hermano Kaleo vivían en la Polinesia asediados por la exótica vegetación que caracterizaba el lugar. Para poder caminar por entre la espesa topografía de gruesos troncos entrelazados de enredaderas dueñas de múltiples y carnosas hojas, debían llevar un machete para lograr penetrar en la opulencia de la majestuosa naturaleza que los rodeaba. Una savia poderosa que hacía el lugar casi intransitable no los cohibía de continuar la marcha, añorando encontrar un escondite donde pudieran estar en soledad. Latía entre ellos una pasión más que fraternal. No habían podido salir al mundo a conocer otros hombre y mujeres y el albor de su sexualidad y la confianza que ambos tenían con el otro los había afianzado en una atracción incontenible.
Como fruto de esa unión nació una niña, a la que escondieron en una cueva. Día a día iban a alimentarla y encender un fuego que la mantuviese a la temperatura ideal que acompasara el amor profundo hacia ella.

El padre de los incestuosos, Ku Nifa, nada sabía al respecto, y al verlos un día desaparecer por el monte de la ladera, decidió seguirlos. Observó que entraban a un lugar entre unas enormes piedras. Cuando los vio alejarse fue rápidamente hacia donde la curiosidad lo llamaba.
Al entrar, lo inundó la calidez de un ambiente cargado de una luz particular. Las sombras que el fuego reflejaba en las paredes iban acompañando su miedo. Unos pasos más adelante, se encontró frente a una cuna hecha de paja, enmarañada de suaves trapos sostenidos con juncos verdes protectores, donde asomaba la cara de una niña de unos pocos meses.
Llamó con grito desesperado que retumbaba contra las rocas tibias en ecos siniestros al Dios Taaroa: -Taaroaaa, Taaroaaaa, Dios todopoderoso, ayúdame a salvar a mis hijos de esta infamia, ¿qué les he enseñado?, ¿qué mal he hecho para que el diablo haya corroido sus almas?- El eco se disipaba, mientras el rebote de una cascada voz le respondía al instante: -debes vengar el trágico error en que ha incurrido tu propia sangre y deshacerte del engendro de ese amor proveniente del mundo oscuro del infierno. Allí van los enajenados y herejes malditos, lo sabes-.
-¿Matar a un inocente, dices? Acaso no sería más perverso lo que me exiges que perdonar un momento de pasión, un acto juvenil intempestivo, sin intención maligna?
La voz de Taaroa se hizo más fuerte y más grave: -debes hacer lo correcto, terminar con este crimen imperdonable y cumplir con tu deber de padre y educador!-.
El miedo y el terror invadió a Ku Nifa cayendo de rodillas al suelo. Imaginó su "más allá" padeciendo culpas de forma escalofriante. ¿Qué sería de él si no pactaba con quien dominaba a todos los hombres de la tierra...?
Tapó con un tibio trapo el rostro de la pequeña, hundió sus manos con fuerza y cuando el cuerpito de la pequeña quedó tiezo, profirió un grito de dolor tan agudo que fue escuchado por los padres de la difunta desde la cima de la montaña.
De regreseo a la casa, Ku Nifa, iba arrastrando su cuerpo con tensión ambivalente, aunque certero de haber salvado su alma, agradeciendo al todopoderoso, rogándole ahora, cumplida su tarea, no olvidara inmortalizar su alma.

Kaíta y Kaleo venían bajando a las corridas por entre los ramajes, lastimando sus cuerpos entre troncos y espinas, mientras gemían de dolor ante lo que ya suponían inevitable. No tuvieron consuelo. Con la niña en brazos del padre, ambos se dirigieron al mar, internándose en lo profundo del azul helado que los rodeaba, regalándose a las profundidades a paso lento y decidido. Los devoró despacio y complaciente pues también el Dios del mar consideró que se había hecho justicia.